Como Pachacámac había
despertado mi interés, investigué un poco en la web en mi tiempo libre. Estaba
decidido. Apenas pudiese iría un sábado por la mañana a visitar el lugar. Como
el mes de julio es frío, el fin de semana la carretera estaría despejada, libre
de playeros que escogen otro lugar para pasar el invierno. ‘Si, será este
sábado’, me prometí. Salí temprano porque me esperaba una hora de viaje.
Deseaba llegar a eso de las siete para desayunar. Mientras viajaba por la
Panamericana Sur poco a poco iba dejando atrás la zona urbana de la ciudad. Las
casas residenciales de Surco iban abriendo paso a la zona industrial de Lurín,
junto a los valles agrícolas que contrastan con las instalaciones fabriles. Tomé
un desayuno en Mala en donde se preparan unos ricos chicharrones, servidos con
camote y ensalada criolla, acompañado por unos panes y un café caliente. Así se
justificó con creces el salir de campaña el sábado por la mañana. Sumado a la
visita por efectuar, completaba lo atractivo del viaje.
La cultura Lima se
había desarrollado en el valle ubicado en la ciudad del mismo nombre.
Pachacámac era un santuario de barro que había subsistido por muchos años
gracias al benigno clima de Lima –porque solamente garúa– y frente a los
buscadores de fortunas enterradas. Aún hoy recibe visitas de muchas personas,
incluidos alumnos de las diversas escuelas, preocupadas por desarrollar el
interés por las culturas antiguas a un paso del centro de la Ciudad de los Reyes.
Ya en la zona desértica
del lugar divisé a lo lejos un gran letrero; solamente podía distinguir la
palabra ‘Pachacámac’. Era suficiente. Me interné por la trocha auxiliar que
daba a las edificaciones y luego de esconder el carro cerca de las instalaciones,
me bajé. No había caminado ni dos metros cuando a lo lejos alcancé a ver que,
mezclada entre las murallas de barro, la piedra estaba esperándome. Digo
esperándome porque era como si hablara. Era algo así como: ‘te invito a hacer
la visita, escoge tú si la quieres en el presente o en el pasado’. Hasta podía
asegurar que sonreía al hacer su oferta, a sabiendas que preferiría ir al
momento en que aún la gente la usaba como santuario.
[…] Se me acercaron un
par de personas. ‘Soy Yupanqui y ella es Misk’i, mi esposa’. Su español era muy
bueno aunque según pude calcular, estaríamos en la mitad del primer milenio dC.
De mediana estatura, ambos eran bastante jóvenes, algo quemados por el sol.
Misk’i saludó diciendo: ‘espero que te guste nuestro tiempo’. Realmente era
así. La vegetación alegraba el panorama, dejando muy poco desierto para veranear
cerca de las playas.
[…] Ya en su domicilio
nos hizo subir. Era como una pequeña pirámide con escalinatas que llevaban a la
segunda planta, si es que no había una tercera. Me llamó la atención que
tuviera más de un piso porque Lima es una ciudad sísmica y al suceder un terremoto, podría
haber destruido sus moradas. No me atreví a preguntar al respecto. Me invitaron
a almorzar. Ellos aún no tenían hijos por lo que su hogar se veía algo vacío.
Había pescado asado al fuego, porque vi las brasas aún calientes. Me ofrecieron
también algunas frutas y ese choclito
serrano que siempre era una delicia, aunque extrañaba el quesito que siempre lo
acompaña en mi tiempo. Sin vacas, no hay queso. Y ellas llegarían muchos años
después con los españoles.
Yupanqui comentaba la
situación por la que vine: ‘Estamos siendo invadidos por los waris. Al inicio
comerciábamos con ellos y todo iba bien. Nuestros valles pueden soportar todo
el apetito Wari pero desde hace un tiempo se están llevando más de lo que
necesitan. También sabemos que con ese pretexto de no satisfacer sus
necesidades han conquistado a los nazcas, que son pacíficos como nosotros. Hace
muchos años también fuimos invadidos por los chavines que llegaron desde el
norte hasta lo que es Arequipa, pero ya se encontraban en decadencia. Nosotros
tenemos la desventaja de no tener un gobernante central. Somos bastantes
comarcas unidas por nuestra riqueza y bienestar
pero al estar en el camino de varios imperios nuestra actitud debe ser
bastante pasiva’.
[…] Hizo una pausa
mientras seguían reunidos los waris con sus paisanos. Los waris gesticulaban y
tiraban las cosas. Al parecer no era suficiente la cosecha. Yupanqui me seguía
contando. ‘Hasta el momento hemos podido cumplir, pero cada vez que vienen
quieren más. Nosotros podemos atenderles pero si aceptamos todo lo que piden, tarde o temprano
nos quedaremos sin nada’. Yupanqui estaba preocupado, aunque al parecer faltaba
aún mucho tiempo para que esto ocurra. Vi que el emisario Wari de mayor rango
se acercaba a su anfitrión de manera desafiante. A pesar de estar en actitud de
servidumbre, empujó al dueño de casa y se retiró. ‘Es preciso que mañana mismo
salgamos de aquí. No tardarán en darse cuenta de tu presencia y será malo para
todos’, añadió.
[…] Le pedí a Yupanqui
que me explicara algo más acerca de su cultura. ‘Nosotros vivimos por muchos
años aquí y hemos resistido con acierto los ataques de quienes deseaban
apoderarse de la riqueza de nuestros valles y cosechas. Hemos construido en
tres puntos fortalezas para bloquear las entradas a Lima. Al norte, Cerro
Culebras. Al sur, Pachacámac. Al este, Cajamarquilla. En el centro de todo nos
ubicamos en Maranga, que es el punto intermedio entre las comarcas que
conformamos Lima. El segmento que buscas está al norte en el templo Cerro
Culebras. Es nuestro destino final antes de que regreses a tu tiempo’. Siguió
con su discurso. ‘En medio de todo se encuentran varias construcciones que vas
a conocer por primera vez. Otras ya las conoces pero en tu tiempo estarán en
mal estado’.
Era preciso voltear y
detenernos en puntos que iban a servir para nuestro abastecimiento o para hacer
el cambio de nuestra escolta. Pasamos por Pucllana y Huallamarca. Dos célebres
huacas se ubican cerca de mi trabajo. A esta última la había visitado en los
’90 cuando se encontraba en pleno proceso de restauración. Sin tomar en cuenta
pequeños detalles como que la subida a esta ahora pirámide contaba con
escaleras y no una rampa como hicieron al restaurarla, el resto de acabados
eran muy parecidos. Habían sido replicados con acierto.
En dos días más
estuvimos en Maranga. La instalación apenas se podía llamar huaca. Era una
construcción muy grande y si no me equivoco uno de sus caminos de barro pasa
por la universidad en donde estudié. Recuerdo que al estar ubicada más cerca de
la avenida en donde me dejaba el bus, cortaba camino ingresando por ‘la huaca’
–así le llamábamos al camino– y corría cuando se hacía tarde. En Maranga había
mucho movimiento de autoridades y comercio. Nos quedamos poco tiempo, lo
necesario para descansar y tomar algo de aire.
Se quedaron en el
camino Cajamarquilla, Mateo Salado, Huantille, Santa Ana, Puruchuco y otras más
que me hubiera gustado conocer, pero nos hubieran desviado demasiado de nuestro
viaje. No puedo negar que en su lugar encontré otras de muy hermosa
arquitectura que el tiempo y la acción del hombre habían hecho desaparecer. No
era novedad a estas alturas.
En un momento me
pareció reconocer el paisaje. Un estruendoso río me anticipaba de qué lugar se
trataba. ‘Has reconocido al Rímac’, me adelantó. Efectivamente era el río
hablador, que era una traducción de Rímac, vocablo usado por los lugareños para
describirlo. También divisé a lo lejos el cerro San Cristóbal pero sin la cruz,
ni las casas en su base. No me había dado cuenta que estaba cerca de lo que en
unos mil años sería la Plaza de Armas, la Catedral y el Cabildo. Sólo que las
construirán sobre el palacio de Taulichusco, cacique del lugar, sobre el templo
y el lugar en donde se administraban sus recursos, respectivamente, en este
tiempo.
Pasamos cerca del río y
ahí sí me sorprendí. Había patos y además estaban capturando camarones que
almorzaríamos ese mismo día. Las riveras se veían verdes por la vegetación. El
agua era verde transparente, sin trazas de ese color marrón causado por los
desechos que se iban echando al río por su cauce que partía de la cordillera. Recordé
esa historia, los españoles al ser perseguidos por los naturales que les
superaban en número lograron cruzar el río. En sus oraciones pidieron que los
nativos no los alcancen. En las dos veces que los locales intentaron vadear el
río, éste aumentó su caudal hasta llevarse a muchos de los que intentaban
cruzar. Al final los indios desistieron de pasar. En honor a este milagro
colocaron una cruz y el cerro tomó el nombre de San Cristóbal, que cargó al
niño Jesús en sus hombros para hacerlo pasar por un río. Ya cerca del santuario
de Cerro Culebras, decidimos tomar un
descanso. Unas cuatro horas más o menos. Al llegar pude apreciar la
belleza del lugar.
[…] Decidí tomar un
taxi, me saldría unos sesenta soles, quizás ochenta. No importa, con tal de
llegar a mi camioneta. Al subir al vehículo pregunté por precaución si tenía un
diario. ‘Solamente el de ayer, señor’, respondió el conductor. Revisé la fecha,
era del viernes. Le pedí que me llevara hasta Pachacámac. ‘Tiene suerte señor,
estoy acabando el turno a las siete y no encontraba carrera hasta mi casa,
cerca de las ruinas. Que sean cincuenta.’ Agradecí el gesto pero le dije que
llegaríamos alrededor de las ocho. ‘Imagínese, al menos podré pagar la multa
por el retraso’, respondió. Como no sentía hambre ni sueño, me la pasé leyendo
el periódico que me prestó. Luego conversamos un poco acerca de Pachacámac y su
historia.
Al llegar no había aún
llegado mi sosías con el vehículo.
Esperamos un poco, ya me había hecho amigo del taxista pues le contaba a manera
de suposición lo que había visto en el viaje acerca de Pachacámac y las demás
huacas de Lima, al punto que alguno de mis comentarios lo dejó con la boca
abierta. Serían las ocho y cuarto cuando me vi a mí mismo llegando en la
pick-up, bajando del carro e introduciéndome en el recinto.
Le pedí al taxista que
me espere, que mi gemelo no me iba a encontrar porque se metió. Que sacaría el
dinero para pagarle. Mi amigo ya estaba mudo y con los ojos abiertos. Pero me
creyó, creo. Hice lo que había dicho. Desconecté la alarma mientras veía el
resplandor de la piedra. No chocaría conmigo mismo en este baktun. Arreglé
cuentas con mi benefactor, dejándole unos veinte soles adicionales como propina
por la espera.
El taxi se fue
lentamente, como que no encontraba una explicación más convincente que la mía
por lo que vio, debiendo aceptar lo que le dije. Unas cuadras más adelante
aceleró haciendo ruido, como quien se despierta.
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