jueves, 22 de enero de 2015

PACHACAMAC

Como Pachacámac había despertado mi interés, investigué un poco en la web en mi tiempo libre. Estaba decidido. Apenas pudiese iría un sábado por la mañana a visitar el lugar. Como el mes de julio es frío, el fin de semana la carretera estaría despejada, libre de playeros que escogen otro lugar para pasar el invierno. ‘Si, será este sábado’, me prometí. Salí temprano porque me esperaba una hora de viaje. Deseaba llegar a eso de las siete para desayunar. Mientras viajaba por la Panamericana Sur poco a poco iba dejando atrás la zona urbana de la ciudad. Las casas residenciales de Surco iban abriendo paso a la zona industrial de Lurín, junto a los valles agrícolas que contrastan con las instalaciones fabriles. Tomé un desayuno en Mala en donde se preparan unos ricos chicharrones, servidos con camote y ensalada criolla, acompañado por unos panes y un café caliente. Así se justificó con creces el salir de campaña el sábado por la mañana. Sumado a la visita por efectuar, completaba lo atractivo del viaje.

La cultura Lima se había desarrollado en el valle ubicado en la ciudad del mismo nombre. Pachacámac era un santuario de barro que había subsistido por muchos años gracias al benigno clima de Lima –porque solamente garúa– y frente a los buscadores de fortunas enterradas. Aún hoy recibe visitas de muchas personas, incluidos alumnos de las diversas escuelas, preocupadas por desarrollar el interés por las culturas antiguas a un paso del centro de la Ciudad de los Reyes.

Ya en la zona desértica del lugar divisé a lo lejos un gran letrero; solamente podía distinguir la palabra ‘Pachacámac’. Era suficiente. Me interné por la trocha auxiliar que daba a las edificaciones y luego de esconder el carro cerca de las instalaciones, me bajé. No había caminado ni dos metros cuando a lo lejos alcancé a ver que, mezclada entre las murallas de barro, la piedra estaba esperándome. Digo esperándome porque era como si hablara. Era algo así como: ‘te invito a hacer la visita, escoge tú si la quieres en el presente o en el pasado’. Hasta podía asegurar que sonreía al hacer su oferta, a sabiendas que preferiría ir al momento en que aún la gente la usaba como santuario.

[…] Se me acercaron un par de personas. ‘Soy Yupanqui y ella es Misk’i, mi esposa’. Su español era muy bueno aunque según pude calcular, estaríamos en la mitad del primer milenio dC. De mediana estatura, ambos eran bastante jóvenes, algo quemados por el sol. Misk’i saludó diciendo: ‘espero que te guste nuestro tiempo’. Realmente era así. La vegetación alegraba el panorama, dejando muy poco desierto para veranear cerca de las playas.

[…] Ya en su domicilio nos hizo subir. Era como una pequeña pirámide con escalinatas que llevaban a la segunda planta, si es que no había una tercera. Me llamó la atención que tuviera más de un piso porque Lima es una ciudad  sísmica y al suceder un terremoto, podría haber destruido sus moradas. No me atreví a preguntar al respecto. Me invitaron a almorzar. Ellos aún no tenían hijos por lo que su hogar se veía algo vacío. Había pescado asado al fuego, porque vi las brasas aún calientes. Me ofrecieron también algunas frutas  y ese choclito serrano que siempre era una delicia, aunque extrañaba el quesito que siempre lo acompaña en mi tiempo. Sin vacas, no hay queso. Y ellas llegarían muchos años después con los españoles.

Yupanqui comentaba la situación por la que vine: ‘Estamos siendo invadidos por los waris. Al inicio comerciábamos con ellos y todo iba bien. Nuestros valles pueden soportar todo el apetito Wari pero desde hace un tiempo se están llevando más de lo que necesitan. También sabemos que con ese pretexto de no satisfacer sus necesidades han conquistado a los nazcas, que son pacíficos como nosotros. Hace muchos años también fuimos invadidos por los chavines que llegaron desde el norte hasta lo que es Arequipa, pero ya se encontraban en decadencia. Nosotros tenemos la desventaja de no tener un gobernante central. Somos bastantes comarcas unidas por nuestra riqueza y bienestar  pero al estar en el camino de varios imperios nuestra actitud debe ser bastante pasiva’.

[…] Hizo una pausa mientras seguían reunidos los waris con sus paisanos. Los waris gesticulaban y tiraban las cosas. Al parecer no era suficiente la cosecha. Yupanqui me seguía contando. ‘Hasta el momento hemos podido cumplir, pero cada vez que vienen quieren más. Nosotros podemos atenderles pero si  aceptamos todo lo que piden, tarde o temprano nos quedaremos sin nada’. Yupanqui estaba preocupado, aunque al parecer faltaba aún mucho tiempo para que esto ocurra. Vi que el emisario Wari de mayor rango se acercaba a su anfitrión de manera desafiante. A pesar de estar en actitud de servidumbre, empujó al dueño de casa y se retiró. ‘Es preciso que mañana mismo salgamos de aquí. No tardarán en darse cuenta de tu presencia y será malo para todos’, añadió.

[…] Le pedí a Yupanqui que me explicara algo más acerca de su cultura. ‘Nosotros vivimos por muchos años aquí y hemos resistido con acierto los ataques de quienes deseaban apoderarse de la riqueza de nuestros valles y cosechas. Hemos construido en tres puntos fortalezas para bloquear las entradas a Lima. Al norte, Cerro Culebras. Al sur, Pachacámac. Al este, Cajamarquilla. En el centro de todo nos ubicamos en Maranga, que es el punto intermedio entre las comarcas que conformamos Lima. El segmento que buscas está al norte en el templo Cerro Culebras. Es nuestro destino final antes de que regreses a tu tiempo’. Siguió con su discurso. ‘En medio de todo se encuentran varias construcciones que vas a conocer por primera vez. Otras ya las conoces pero en tu tiempo estarán en mal estado’.

Era preciso voltear y detenernos en puntos que iban a servir para nuestro abastecimiento o para hacer el cambio de nuestra escolta. Pasamos por Pucllana y Huallamarca. Dos célebres huacas se ubican cerca de mi trabajo. A esta última la había visitado en los ’90 cuando se encontraba en pleno proceso de restauración. Sin tomar en cuenta pequeños detalles como que la subida a esta ahora pirámide contaba con escaleras y no una rampa como hicieron al restaurarla, el resto de acabados eran muy parecidos. Habían sido replicados con acierto.

En dos días más estuvimos en Maranga. La instalación apenas se podía llamar huaca. Era una construcción muy grande y si no me equivoco uno de sus caminos de barro pasa por la universidad en donde estudié. Recuerdo que al estar ubicada más cerca de la avenida en donde me dejaba el bus, cortaba camino ingresando por ‘la huaca’ –así le llamábamos al camino– y corría cuando se hacía tarde. En Maranga había mucho movimiento de autoridades y comercio. Nos quedamos poco tiempo, lo necesario para descansar y tomar algo de aire.

Se quedaron en el camino Cajamarquilla, Mateo Salado, Huantille, Santa Ana, Puruchuco y otras más que me hubiera gustado conocer, pero nos hubieran desviado demasiado de nuestro viaje. No puedo negar que en su lugar encontré otras de muy hermosa arquitectura que el tiempo y la acción del hombre habían hecho desaparecer. No era novedad a estas alturas.
En un momento me pareció reconocer el paisaje. Un estruendoso río me anticipaba de qué lugar se trataba. ‘Has reconocido al Rímac’, me adelantó. Efectivamente era el río hablador, que era una traducción de Rímac, vocablo usado por los lugareños para describirlo. También divisé a lo lejos el cerro San Cristóbal pero sin la cruz, ni las casas en su base. No me había dado cuenta que estaba cerca de lo que en unos mil años sería la Plaza de Armas, la Catedral y el Cabildo. Sólo que las construirán sobre el palacio de Taulichusco, cacique del lugar, sobre el templo y el lugar en donde se administraban sus recursos, respectivamente, en este tiempo.

Pasamos cerca del río y ahí sí me sorprendí. Había patos y además estaban capturando camarones que almorzaríamos ese mismo día. Las riveras se veían verdes por la vegetación. El agua era verde transparente, sin trazas de ese color marrón causado por los desechos que se iban echando al río por su cauce que partía de la cordillera. Recordé esa historia, los españoles al ser perseguidos por los naturales que les superaban en número lograron cruzar el río. En sus oraciones pidieron que los nativos no los alcancen. En las dos veces que los locales intentaron vadear el río, éste aumentó su caudal hasta llevarse a muchos de los que intentaban cruzar. Al final los indios desistieron de pasar. En honor a este milagro colocaron una cruz y el cerro tomó el nombre de San Cristóbal, que cargó al niño Jesús en sus hombros para hacerlo pasar por un río. Ya cerca del santuario de Cerro Culebras, decidimos tomar un  descanso. Unas cuatro horas más o menos. Al llegar pude apreciar la belleza del lugar.

[…] Decidí tomar un taxi, me saldría unos sesenta soles, quizás ochenta. No importa, con tal de llegar a mi camioneta. Al subir al vehículo pregunté por precaución si tenía un diario. ‘Solamente el de ayer, señor’, respondió el conductor. Revisé la fecha, era del viernes. Le pedí que me llevara hasta Pachacámac. ‘Tiene suerte señor, estoy acabando el turno a las siete y no encontraba carrera hasta mi casa, cerca de las ruinas. Que sean cincuenta.’ Agradecí el gesto pero le dije que llegaríamos alrededor de las ocho. ‘Imagínese, al menos podré pagar la multa por el retraso’, respondió. Como no sentía hambre ni sueño, me la pasé leyendo el periódico que me prestó. Luego conversamos un poco acerca de Pachacámac y su historia.

Al llegar no había aún llegado mi  sosías con el vehículo. Esperamos un poco, ya me había hecho amigo del taxista pues le contaba a manera de suposición lo que había visto en el viaje acerca de Pachacámac y las demás huacas de Lima, al punto que alguno de mis comentarios lo dejó con la boca abierta. Serían las ocho y cuarto cuando me vi a mí mismo llegando en la pick-up, bajando del carro e introduciéndome en el recinto.

Le pedí al taxista que me espere, que mi gemelo no me iba a encontrar porque se metió. Que sacaría el dinero para pagarle. Mi amigo ya estaba mudo y con los ojos abiertos. Pero me creyó, creo. Hice lo que había dicho. Desconecté la alarma mientras veía el resplandor de la piedra. No chocaría conmigo mismo en este baktun. Arreglé cuentas con mi benefactor, dejándole unos veinte soles adicionales como propina por la espera.

El taxi se fue lentamente, como que no encontraba una explicación más convincente que la mía por lo que vio, debiendo aceptar lo que le dije. Unas cuadras más adelante aceleró haciendo ruido, como quien se despierta.

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