La minera a visitar se
encontraba en las afueras de la ciudad.
Como estaban iniciando la ampliación de su capacidad productiva representaba
una excelente oportunidad para actualizarlos un poco acerca de los adelantos
que les podíamos ofrecer y que les servirían para mejorar su proceso
productivo. Ya habíamos recibido luz verde, por lo que habiéndome previamente
preparado, conduje mi vehículo hasta hospedarme en la misma Ciudad Blanca, que
es como se le conoce a esta ciudad por el uso del sillar, piedra volcánica de
ese color que se extrae de las canteras cercanas a la ciudad para hacer
viviendas, entre otras construcciones.
[…]Después de almorzar
una cena porque ya eran cerca de las seis de la tarde, fui a pasear ya sin auto
por la avenida Dolores. No tardó en oscurecer. El jueves se veía bastante
movido. Hacía muchos años que no me regalaba una soirée en esta acogedora
ciudad. Después de reconocer el terreno me acerqué a uno de sus locales; era el
que albergaba más gente en el momento de
su apertura. Ingresé como quien no quiere la cosa. Las pocas personas que
habían llegado ya se acomodaban en los lugares que posiblemente ocupaban cada
vez que venían. Yo en la barra pedía algo suave para empezar, una cerveza.
Recordaba mi última
visita al pasado, que coincidió con la ciudad en donde nacería después de
algunas centurias. ¡Qué contraste! Un pueblo que si bien no daba muestras de
ostentar mucho poder, se veía próspero y lleno de vida. Los valles de Lima
ocupados por poblaciones confederadas y caciques que vivían en armonía y
abundancia… No se parecía a mi tiempo. Lima de hoy llena de incertidumbre y con
un balance poblacional inestable. Violencia, desigualdad, carencias,
contaminación y desperdicios. Pensaba y pensaba porque en Lima no es posible
darse un buen tiempo para ello. O duermes, o disfrutas, o trabajas o alguna
otra cosa. Decisiones rápidas y efectivas que dejan poco al trabajo creativo y
de reflexión. De pronto escuché una música y los gritos de mujeres no tan
jóvenes pidiendo el micrófono. Sin previo aviso me había metido en un karaoke,
pero como estaba solo no me importaba.
Una canción después de
la otra. Música de los ‘80, baladas; algunos cantaban en inglés. Después de un
par de horas el ruedo se estaba animando cada vez más y yo estaba en la cuarta
cerveza mientras miraba un letrero muy común del vaso medio vacío, medio lleno,
el tercero que se salía de la lógica y el cuarto que estaba completamente
vacío. Seguí su consejo y me acabé la cuarta. Se cruzaron unas chicas
sonriendo, era una invitación a medias. No soy un experto en este tipo de
situaciones pero nada me impedía flirtear un poco. No hacerles mucho caso
haciéndome el interesante no iba a funcionar. No había mucho tiempo mientras
pedían unos tragos. Reconocí a una de ellas. El alcohol aún no me había
adormecido demasiado como para perder las facultades necesarias para pasar un
buen rato. ‘Hola Goti’, le dije. ‘Hola Jonás, pensaba que no te ibas a acordar
de nosotras’. Miré a su amiga y efectivamente también la conocía. Algún día
pasamos Halloween en una discoteca del centro y su amiga pidió así de golpe dos
diablos azules que la entonaron. ¡Cómo olvidarlas! Eran uña y carne. ‘Hola
Tila, yo pago tus diablos azules, ¿qué hacen por aquí’? Se rieron de mi saludo.
‘Ya olvidaste que estamos de aniversario en Arequipa’, respondieron.
Me miraban como quien
ve a un marciano bajando de su nave. Tenían toda la razón. El festival de la
cerveza y todo lo demás iban a reventar en poco tiempo el local y yo ni me
acordaba. Verdad que ayer fue 15. ‘Ven con nosotras, esa es nuestra mesa’. Eso
de ‘nosotras’ sonaba grave. Eran cinco, no conocía a las otras tres, unas más
jóvenes que las otras. Recordé que los jueves las chicas entraban gratis a
algunos locales, esperando incautos que les paguen los tragos. Irónicamente todo empezaba a
tener sentido.
Ya que la situación era
tal como se pintaba, llamé al que atendía nuestra mesa. ‘Pidan nomás, esta
ronda es mía’. Fui interrumpido por otro joven que nos pasaba el micrófono
mientras se escuchaba un charango, era una canción que siempre me hacía
recordar mi estancia aquí, era la argentina Marcela… Sentí unas palmadas en la
espalda que me regresaron a la acción, eran dos viejos amigos que dejé en
Arequipa y no sé si vivían aquí o el destino nos había juntado de nuevo.
¡Paolo, Ántero, qué grata sorpresa!
[…]Por el camino,
bastante despejado, pensaba en la historia del lugar que iba a conocer. Nuestro
tradicionalista Don Ricardo Palma describió en una de ellas lo que ocurrió. El
General Canterac, al mando de las tropas realistas del Virrey José de La Serna,
enfrentaba a las huestes del libertador Simón Bolívar bajo el mando del
colombiano José Antonio de Sucre. Canterac no hizo caso de las recomendaciones
de su diestro general Valdez porque no gozaba de su simpatía, siendo derrotados
completamente. La Serna fue herido y hecho prisionero. Unos días más tarde se
firmó la capitulación de Ayacucho, logrando la independencia americana de esta
parte del continente, en forma definitiva en 1824.
Ya me acercaba al
monumento en memoria de la batalla ocurrida. Me encontré con la piedra que
parecía ser una extensión del monumento. Me acerqué lo más que pude para luego
continuar a pie con la mochila a cuestas. Saqué una medalla de oro y tanteando
por el agujero con la orca, empezó el luminoso viaje por el tiempo. Aparecí. No
me estaban esperando. Esta vez me encontraba al lado de un pueblo. Se veían
ocupados en sus labores. Alfarería, hilandería, metalurgia. Trabajos
agrícolas... Niños jugando y corriendo bajo el sol de la campiña. El pueblo
tenía casas pequeñas que llenaban toda la quebrada.
Se me acercó un
reducido grupo de personas. Cuando estaban casi a mi alcance se detuvieron. La
que iba adelante continuó sin detenerse. 'Me llamo Yana’. Recordé que ‘yana’
significa negro o negra en quechua. ‘Es quechua’, afirmé. ‘En aymara significa
extranjera’. No conocía el idioma de los collas, muy común en el Collao,
altiplano que comparte la región Puno, en Perú con Bolivia.
Me recibió la joven. No
era grande, tez morena, ojos pequeños pero redondos. No alcancé a saber si eran
pardo oscuros o negros. Cabellos largos color azabache. Cruzando los veintitrés,
esa edad que a veces vuelve locos a los hombres de cuarenta y tantos. Yo no
sabía si era producto de haber revivido en Arequipa mis cada vez más lejanos
primeros treinta años o la resaca con amigos de ese tiempo, no sé. O sería que
me habían impactado esos atributos femeninos redescubiertos en este baktun.
[…] Continuó. ‘Espero
que los otros –así se refería a los militares Wari– no se opongan porque son
violentos y tu vida peligraría en cierto grado. Nosotros descendemos de los
collas, los últimos descendientes Tiahuanaco. Ellos no comerciaban con los
pueblos que encontraban durante su expansión. Se dedicaban a enseñarles sus
oficios, su tecnología, sus técnicas agrícolas y todo lo que podía serles útil
para no depender de nadie. Los otros son quechuas, no han recibido esta
costumbre y se aferran a las tradiciones locales. No creen en nuestros dioses,
solamente han asimilado lo útil de nuestras tradiciones y de todo lo que
enseñábamos a los demás. Pero fue para aprovecharse de nosotros. Para darles
mayor poder negociador. Esto no lo vemos con buenos ojos porque se está
saliendo de control’.
[…]Me acerqué a la
piedra y sacando el brazalete de Yana me disponía a treparme cuando el anciano
empezó a discutir con ella. Los minutos apremiaban, la piedra no aparecía por
gusto; no vaya a ser que se retire, tornando mi destino más escabroso. Ya más
tranquilo el anciano por la explicación de Yana, escuché de ella lo que había
ocurrido. ‘Ese brazalete es una promesa de matrimonio. Al aceptarla me recibes
como esposa. Él piensa en este momento que debemos ir juntos si tú lo deseas
así. No podía irme ofendiendo a mi pueblo y manchando el nombre de mi familia,
de mi pobre y anciano abuelo. Di que aceptas, ya en tu tiempo las cosas serán
menos complicadas’.
Lo pensé por un minuto.
Yana había jugado bien sus cartas, hubiese sido peor que ella me obligue a
desposarla para tener el adorno de oro. Ellos pasarían por encima de su plan,
dándome alguna otra pieza útil para el regreso. Me miraba suplicante. ‘No me
importa vivir en cualquier otro tiempo; quiero rehacer mi vida y tener un hogar
seguro, ver a mi familia crecer’ dijo. Menos mal que no se refería a mí
necesariamente. ‘Si la piedra lo permite te llevaré a mi tiempo, allá veremos
qué hacer’, respondí. Muy contenta y triste a la vez se despidió de su abuelo
con lágrimas, besándole la cara con ternura. Subimos a la piedra mientras el
anciano nos dirigía una última mirada. De pronto escuchamos un gran estruendo.
Yana angustiada dijo: ‘son los quechuas, vienen por ti, apúrate’.
Ya bien ubicados
coloqué el brazalete en el centro de la piedra confiado en haber solucionado el
problema. Nada. La piedra no se activaba. En pocos segundos ya escuchábamos los
gritos de la población cercana al ser atacada por los quechuas. Si bien pensaba
que la piedra no deseaba llevarse a Yana, algo cruzaba por mi mente.
Posiblemente no era que no funcionaba sino que no era el tiempo al que la
piedra deseaba llevarnos. Seguro que ya había un hogar para ella pero no
precisamente en mi tiempo. Empecé a pasar el brazalete por cada baktun, como
siempre desde el primero hasta el último.
Ya en el duodécimo se
activó la piedra desplegando su espectacular juego de luces, hasta que ya no
pudimos ver nada más. Yana se encontraba aferrada a mi brazo por el susto o el
apego a mi persona; no se soltó hasta que las luces desaparecieron. Era Machu
Picchu, ya nada me sorprendía. Yony me esperaba un poco preocupado y extrañado
por mi acompañante. Luego de explicarle en pocas palabras lo ocurrido,
caminamos hacia las cabañas de siempre. Yana también hablaba con él y con otros
porque conocía el idioma quechua. ‘Este es tu nuevo hogar, mujer. Puedes
empezar a conocerlo’, le dije. Se trepó en mi hombro y emocionada me dio un
gran beso diciendo adiós; luego se fue con otros jóvenes que encontró muy
interesantes. ‘Mujeres, mal con ellas peor sin ellas’, atiné a decir.
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