jueves, 22 de enero de 2015

LA AVENTURA INOLVIDABLE

Luego de ofrecer mis productos y de despertar el interés en ambas minas, me concentré en llegar a mi última visita, distante a tres horas y media de viaje en auto. Me contacté con las unidades que me llevarían a mi destino final. No había ninguna dispuesta a llevarme debido a un huayco que había bloqueado la carretera cerca de Chagual, un punto a tres horas que estaba próximo a mi destino. Después de casi una hora logré convencer a alguien que me lleve con la condición de que si hasta la mitad del camino no pasaba algún vehículo de regreso, retornaríamos a Retamas y pagaría todo el importe. Menos mal que a la hora de haber partido nos cruzamos con el primer convoy de camiones que confirmaba la apertura de la vía. Luego de pasar Chagual, llegamos a Vijús. Era cerca del mediodía y debido a los 37°C de temperatura no me recibirían sino hasta las tres. Después de hospedarme en las cercanías de la minera, de bañarme y almorzar por ahí, me percate que el piso ecológico en algunas partes no correspondía al de la selva alta, según la clasificación del especialista Javier Pulgar Vidal. A lo lejos y bien abajo se divisaba el Marañón, que debido a las intensas lluvias casi inundaba el punto más bajo en la carretera.

[…] De pronto me encontré con la piedra. Regresé al hotel para sacar la mochila con la parte superior. Me preguntaba qué podría pasar esta vez. Los viajes anteriores habían sido relativamente complicados, pero algo me decía que recuperar el segmento de este baktun no iba a ser nada fácil. La coloqué en su lugar y después de acomodarla bien, por inercia saqué el objeto de oro y lo inserté en el siguiente agujero que tenía una araña en relieve. Después de ver las luces por enésima vez y una vez terminado el paseo, me encontraba en un lugar completamente distinto, en apariencia. Era de día. El infierno verde se había apoderado del paisaje, apenas podían verse el Marañón y la playa que queda al descubierto en época de pocas lluvias. Selva pura. Me estaban esperando unos nativos, uno de ellos se me acercó. Su español me hacía recordar mis viajes a Tingo María y Tarapoto, aunque de donde venía yo, no se habían extendido tanto. Me explicó que sospechaban que el segmento podría estar en Pajatén o en Kuélap. Los dos pueblos estaban unidos por la vertiente del Marañón. Nos reunimos con otros nativos. Su lengua era muy básica. Me invitaron a pasar a un grupo de chozas, quizás a la más grande.

 Mi guía que se llamaba Anawi, escuchaba y me decía: ‘creen que la piedra está en Kuélap que está bien lejos de aquí, pero si no estuviera allá sería penoso regresar hasta el Pajatén que está tan cerca’. Luego me contó que los que custodian la piedra no confían en los extraños, ni siquiera en ellos mismos. Pensé que iba a ser difícil recuperarla. Ya lo veremos. Me condujeron a otra choza más pequeña en donde pude preguntar más cosas a Anawi. Ya me esperaban unas ropas de nativo. ‘Eres muy grande, vas a despertar sospechas que no queremos’, me decía. Le pregunté por qué a la ida el oro se desintegraba, en cambio al retorno el segmento de oro recuperado ya no desaparece.

Anawi respondió que los segmentos de la piedra llevan algo en su interior que absorbe la energía del planeta y ya no se necesita disponer del oro, pero que solamente funcionaría cuando se hayan reunido varios de los trece segmentos. A medida que seguía haciéndole más preguntas, mi asombro era cada vez mayor. ¿Cuál era el fin de recolectar los segmentos? Al reunirlos todos deberás sellar los trece baktunes. Después de eso se abrirán otros trece hacia el futuro.

[…] Mis brazos y piernas estaban plagados de picaduras de mosquito, pero los nativos no las tenían. Mi guía me explicó que mi sangre estaba fresca y que era lo que más preferían los zancudos. Pero luego de unos días de ser picado se aburrirían de su sabor y dejarían de hacerlo. Después de esos dos segundos en que mi cara mostraba sorpresa, empezó a reírse explicándome que el cuerpo se hace inmune a la saliva del bicho y que me seguirían probando, pero ya no se formarían puntos rojos por la irritación. Algo bueno es que debido a los alimentos cien por ciento naturales, estaba empezando a bajar la panza, pero había que tomar mucha agua para no deshidratarse. En eso los nativos eran especiales. Cogían árboles de los cuales extraían agua pura y fresca de sus entrañas. Intenté hacer lo mismo con uno que estaba en el camino y me detuvieron. Anawi me dijo: ‘Ése no, te vas a dormir para siempre’. Su sarcasmo era lo que lo caracterizaba. De todas maneras entendí lo peligrosa que era la selva para quien no la conocía.

[…] Caminamos hasta regresar al Marañón, en donde nos esperaban nuestras balsas. Me trepé en una de ellas. Me dijeron que el viaje por río no iba a demorar más de dos días por la fuerza de la corriente. Cogimos frutas y otras cosas que los nativos sabían que se podían comer sin peligro de enfermarse. Yo me contenté comiendo frutas nada más. El sol me había quemado como en mis mejores tiempos de playa, mientras estudiaba en el colegio y la universidad. Ya de noche no se veía casi nada. Salvo por algunos cocuyos –esa luciérnaga de la selva– que cruzaban de vez en cuando y que iluminaban con su luz verdosa nuestras embarcaciones, si se les podía llamar así.

De pronto los nativos pidieron silencio. Anawi se mostró nervioso: ‘No digas palabra alguna ni hagas ruidos porque va a pasar el guardián del río, nuestras vidas dependen de no molestarle’. Yo no veía nada porque la noche estaba más oscura que la boca del lobo, pero los nativos, acostumbrados a la ausencia de luz sí podían percibir algo. Yo apenas sentía un goteo por encima mío y que las aguas a nuestro alrededor se habían agitado un poco más. ‘Va a llover’, pensé. De pronto otro enjambre de los cocuyos que habitan en nuestros ríos, pasó cerca, muy cerca de nosotros. Lo que vi fue inaudito. Unos anillos inmensos pasaban por encima de nosotros y nuestras balsas. La luz de los insectos también nos hizo visibles para el monstruo, que aún no daba señas de notar nuestra presencia. Me hacían recordar las fotos trucadas del Loch Ness, pero esto sí era real y generaba mucho temor. Ochenta centímetros de ancho o un metro, no podía asegurarlo. No era lluvia, el animal goteaba al salir del agua.

El silencio solamente era interrumpido por el serpenteo del animal al ingresar y salir de las aguas del río. En una de esas idas y venidas chocó con una de nuestras balsas y pareció como si un par de luces de auto se encendieran en el seno del agua. Salían de los terribles ojos del guardián. Al parecer serpenteaba en medio de sueños y nuestra presencia la hizo despertar. ¿Estaría molesta? ¿O hambrienta? ¿Nos atacaría? La situación se estaba poniendo más que desesperante. Anawi y los nativos de la balsa me inclinaron con su mano a manera de cuerpo a tierra. El golpe hizo reaccionar a la serpiente gigante que empezó a atacar a los pobres nativos que la chocaron. Nada pudimos hacer. Algunos de esa balsa se lanzaron al agua y otros lucharon contra la sierpe, hasta que no quedó nadie sobre las maderas. Pasó una media hora sin que ninguno se moviera. Ya más tranquilos los nativos que quedaban empezaron a incorporarse. Yo recordaba una vieja leyenda del colegio acerca del panki, una gran serpiente de río y del guerrero que la venció a costa de su vida. Esto refuerza la teoría de que las leyendas tienen algo de cierto, aunque magnificadas por la imaginación humana, dejan de ser creíbles hasta que la realidad supera a la ficción. Y eso es lo que acababa de ocurrir.

[…] Según los nativos, ya estábamos muy cerca, a escaso mediodía. Contra todo pronóstico, los nativos se negaron a avanzar. Nunca olvidaré lo que escuché en su idioma: ‘Búa, búa, búa...’. Hacían señales de rodear por fuera del camino. No era bueno seguir derecho por alguna razón. Anawi no  entendía. ‘Seguimos solamente los dos’, me dijo. ‘Los nativos recomiendan no ir de frente porque será peligroso pasar por los dominios de los guardianes de Kuélap’. Como yo no conocía nada de sus tradiciones, decidí hacer lo que pedían. ‘¿Serán más serpientes?’, me pregunté.

Caminamos describiendo una gran curva de varios kilómetros. El calor y la deshidratación  mermaban mis fuerzas y mis ánimos de seguir, pero me había determinado llegar hasta el final de la misión. Estábamos tan cerca que hasta se podían divisar las murallas cuesta arriba del monte en donde nos encontrábamos. Al salir de la selva hasta un claro, miramos hacia atrás. Divisé a unas decenas de metros unas figuras de barro, grandes como cántaros, aunque había cientos de ellos hasta donde mi vista podía alcanzar. Anawi se puso pálido. ‘Corre, corre…’ gritaba. De pronto, un enjambre de avispas gigantes nos salió al encuentro. Esos cántaros no eran sino sus panales. Digo gigantes porque medirían entre cinco y diez centímetros. Ellas eran las guardianas de Kuélap.

[…] Antes de despedirme le hice las preguntas finales. ‘¿Quién era ese Señor del Tiempo?’ Anawi siempre risueño me confió: ‘La piedra y su poder son gobernados por un ente superior e inmaterial a quien nadie había visto jamás. Los nativos lo consideran como un dios. Él dirige a los servidores de la piedra como tú para que su ayuda llegue oportunamente. A veces apoya para evacuar personas, pero no le alcanza llevar a muchas’. ¿Qué ocurrirá con los nativos que nos dejaron a la entrada de Kuélap? ‘Ellos esperarán dos o tres días, después de eso regresarán a casa. Como el Qhapaq Ñan o camino Inca pasará por aquí en no menos de doscientos años, deberán improvisar, pero les será fácil llegar al río y regresar. Están acostumbrados a largas jornadas porque la selva es su hogar; en pocas semanas estarán de nuevo con sus familiares’.

Llegamos al lugar, la piedra seguía allí. Serían las diez de la mañana. Me despedí de Anawi al subirme a la piedra. ¿Cuál era la lección aprendida? ¿El celo por cuidar la piedra del destino y la previsión de los antiguos que sabiamente guardaban alimentos por las épocas de carestía era algo no muy común en los pueblos de la antigüedad? Aún no lo tenía muy claro.

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