Conocí a Yony. No medía más
de 1.65m y a pesar de tener contextura media, se veía algo robusto. Me preguntó
si deseaba conseguir algún recuerdo, se veía interesado en vender pero sentí en
él mucha curiosidad y algo de ansiedad. Es que las ventas me habían vuelto
sutil en el trato con las personas. No sé, pero también sentía confianza.
Rápidamente llegamos al tema. Como la piedra que aún llevaba en la camioneta no
tenía más que valor arqueológico porque no llevaba nada de oro ni piedras
preciosas, le expliqué afuera –mientras desenvolvía la piedra– cada detalle del
lugar en donde la encontré. Él tampoco tenía idea de la procedencia de aquella
roca y me confió que también le parecía extraña. Si bien concluí que las figuras
en relieve eran copias de las líneas de Nazca, los símbolos más pequeños que
representaban números consecutivos, no encajaban en el contexto de alguna
antigua cultura del Perú. Luego de algunos momentos me dijo que una idea le
daba vueltas pero no era muy clara. Me preguntó si disponía de tiempo y posibilidades
de hacer una visita.
Debido
a que el motivo de mi viaje había concluido ayer jueves y el sábado no hay labores,
decidí retrasar mi retorno a Lima. Ya el lunes me reintegraría sin que alguien
sospechase de lo que estaba por ocurrir. Mientras asentía con la cabeza me
decía que por un precio cómodo, hospedaje y alimentación, se ofrecía a ser mi
guía por Machu Picchu. Estaría de regreso durante el domingo.
Me
arriesgaba a no retornar a tiempo a Lima pero me embargaba esa inquietud de
saber el origen de la piedra. No podía esperar por lo menos otros tres meses en
que posiblemente regresaría de visita. Le invité a desayunar y apenas después
del mismo nos enrumbamos hacia nuestro destino. La carretera se encontraba en
buen estado.
Mientras
manejaba escuchábamos un disco con la música country que me gustaba. Esta vez
era FMc, especial para recorrer el Cusco. Luego de seguir por sus meandros, llegamos
a Aguas Calientes; al Km. 110 del ferrocarril, es decir a Machu Picchu.
Después
de comprar algo ligero para comer por si nuestra expedición se alargase
demasiado y luego de dejar el vehículo en un lugar seguro, ingresamos a nuestra
maravilla del mundo. Paseamos y paseamos mientras me decía el significado de
cada lugar por donde pasábamos.
Cuando
llegamos al Intihuatana –o reloj solar– hizo un alto. ‘Tayta, llegamos al sitio
correcto’. Sacamos la piedra de la caja que milagrosamente logramos introducir
en las ruinas sin despertar sospechas y efectivamente la piedra parecía calzar
en la parte superior del reloj solar.
Miramos
a nuestro alrededor y a pesar de que era un lugar algo apartado, aún había
algunos turistas que rondaban por ahí. Esperamos pacientemente hasta que
después de varios intentos fallidos, el lugar quedó desierto. No había manera
de instalar la piedra en la cúspide del reloj sin pisarlo.
Aprovechamos
que por un lado la piedra tenía una gradas talladas en la roca y subimos por
ahí, pidiendo perdón a los Apus incas por profanarlo con nuestras pisadas;
logramos colocar la piedra en la parte superior. Debido a la erosión del tiempo,
los filos de ambas piedras tenían cierto juego. Después de acomodarla lo mejor
posible y de ver con cierto temor que nadie se acercaba ni nos veía, bajamos de
la piedra y observamos que se encontraba completa por primera vez después de
mucho tiempo.
Noté
cierta angustia en la expresión de Yony. Pasaban algunos turistas tomando
fotos. En sus rostros había cierta extrañeza, la piedra ya no era la que
figuraba en sus folletos, pero no sabían el porqué. Conversaba con Yony acerca
de lo que podría ser la función de la piedra ya completa mientras esperábamos
nuevamente que las personas desaparecieran del entorno.
Luego
de casi una hora parecía que se iban del todo. Yony me confió que tenía una
medalla con una figura Nazca que se hallaba en la piedra. Era el símbolo que se
encontraba apareado con el número trece, llevaba grabado la figura de la parihuana
o flamenco e iba al centro superior del círculo que formaban las trece
figuras –lo que serían las doce en un reloj– y me pidió que me acercara para
ver si era correcto lo que aseguraba.
Al
estar casi trepados en la piedra acercó su medalla y la introdujo en la
cavidad que contenía ese primer símbolo. Se le resbaló de su mano y al contacto
con su símil de la piedra empezó a salir como agua de un surtidor por la parte
superior, a manera de fuente. Yo me preguntaba de dónde saldría el agua porque
no había tuberías visibles, pero pronto descubrí que se trataba de alguna forma
de energía. Luego el flujo se incrementó y empezó a brillar en un espectáculo
multicolor. El chorro se hacía más y más turbio, siendo imposible ver a través
de la cortina irisada que nos rodeaba.
Al
término del espectáculo lo que divisábamos a nuestro alrededor me dejó pasmado.
Por alguna razón desconocida estábamos en otro lugar muy distinto y fuera del
santuario Inca, no atinando a romper nuestro estupor con palabra alguna. Mientras
Yony buscaba la medalla que se había consumido en el viaje, sólo murmuraba preocupado
‘era de oro, de oro’. A lo lejos divisamos una llanura inmensa y algo similar a
un cuartel improvisado. Incluso con algunas tiendas de campaña escondidas en unos
promontorios, porque varios soldados salían y entraban, algunos a caballo.
Mucho más lejos, dos ejércitos a caballo se encontraban en un combate encarnizado.
No sabíamos qué pensar.
Nos
dirigimos al cuartel dejando atrás la piedra y mientras nos acercábamos,
recordé en dónde había visto esos uniformes. Vimos una pequeña compañía de
caballería acantonada y ansiosa de entrar en combate. Ya muy cerca escuchamos
que llamaban a un tal Rázuri –de parte del General La Mar– que ingresó
raudamente al aposento principal. Se veía nervioso y preocupado.
Adiviné
no sin asombro de qué batalla se trataba y porqué había ingresado el oficial
casi a la carrera. Volviendo al conflicto, el otro ejército parecía más
numeroso y también aprecié que en poco tiempo dominarían el lugar, haciendo
huir al contendor.
El
oficial salió ya no preocupado sino contrariado. Se acercó a la compañía
mirando al vacío, como si no hubiese comprendido algo. Ya estábamos cerca de
él.
Con
mucha cautela pregunté al uniformado qué acción iban a tomar y si de todas
maneras iban a auxiliar a sus pares porque estaban perdiendo la batalla.
Molesto respondió que había recibido la orden de su superior de replegarse. Él
no estaba de acuerdo y existía una gran probabilidad de que si cambiaba la
orden, también su batallón sería diezmado. Le pedí que se tranquilice.
En
mi interior el asombro inicial se había transformado en emoción. Sí, era la
Batalla de Junín. Casi doscientos años atrás. Mi pensamiento se bamboleaba entre
la naturaleza del viaje al que nos había llevado esta ‘piedra del tiempo’ y la
decisión que estaba a punto de tomar Rázuri. Yony no decía nada. Solamente
miraba de hito en hito al oficial y a mí. Se me ocurrió algo. Le aposté una
moneda de oro a que cualquiera que fuese su decisión tendría éxito y que la
historia lo recordaría como un bienhechor de la independencia. Noté que se
sintió mucho mejor, aunque mientras me entregaba la moneda empezó a mirar
nuestra apariencia. Yony estaba vestido algo con más cercano a lo que usan los
pobladores del Cusco, pero yo tenía unos pantalones y una camisa que se usarían
dos siglos después.
Para
tranquilizarlo y convencerlo de que cumpla con su misión, desvié su atención
diciendo que no teníamos caballos y que necesitábamos que nos ayuden a regresar
al pueblo más cercano. Estaríamos allí cuando terminen las acciones militares. Supongo
que me creyó y luego de asimilarse nuevamente a la batalla se acercó al
comandante de ese batallón; falseando la orden dijo: ‘Mi coronel, el general La
Mar ordena que cargue usted de todos modos’.
Al
llegar el batallón de refresco al mando del argentino Isidoro Suárez, el
ejército realista se vio sorprendido y luego se desorganizó completamente; no
sabían de dónde había salido todo un regimiento; ése fue su error, eran menos
hombres de lo que calcularon. Poco a poco se divisaba cómo la caprichosa victoria
iba cambiando de dueño, para posterior alegría de la causa americana. Esta
historia está hermosamente matizada en una de las tradiciones de Don Ricardo
Palma: ‘El Clarín de Canterac’.
Le
hice una seña a Yony para regresar a la piedra que nos trajo hasta este lugar.
A pesar de no saber nada de aquella piedra, únicamente lo que habíamos visto,
me atreví a acercar la moneda en un agujero distinto pero que según mi lógica
nos permitiría regresar, era el que iba exactamente al centro marcado con una
espiral, ubicado entre otros dos, el árbol a la izquierda y las manos a su
derecha. Esperé a que Yony estuviera tan cerca como yo de la piedra para
introducir la moneda en la cavidad central.
De
nuevo la fuente de agua, de nuevo los colores, de nuevo la ciudadela justo en
el momento en que habíamos partido. Nadie alrededor. Retiramos la piedra con
avidez; la introducimos en la caja, luego en la mochila que habíamos dejado cerca
del reloj solar y procedimos a retirarnos. Teníamos mucho que conversar aunque
Yony no mostraba el más mínimo interés en comentar algo acerca de lo había
sucedido.
Salimos
de la ciudadela mientras le preguntaba con cuánto le podría restituir el valor
de su medalla y lo convencía de volver después de almorzar para respondernos
luego algunas preguntas obligadas. Yo deseaba explorar un poco más, al menos un
par de veces más antes de retirarme y postergar el resto de los destinos
labrados en la piedra, que por ningún motivo vendería ni revelaría su secreto
hasta que pueda tener una idea más completa de su naturaleza y de su objetivo.
Yony
estaba de acuerdo. Ya más calmado porque le iba a restituir su medalla, se
encontraba animado y dispuesto a probar de nuevo.
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